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MÉXICO-OURENSE Rafa Becerra

a Alfonso Rodríguez, poeta

Que ten que ver
o deserto do ardente México
e unha carballeira da Galiza
baixo o peso da néboa

que ten que ver a soidade
coa soidade
os grans de area
coas follas dos castiñeiros

ten que ver
segundo os ollos de quen mira
de quen aprisiona os soños no infinito
e se atopa co deserto ou o bosque

e intimidado e acovardado
pregúntase que fai naqueles lares
onde os berros non se oen
e non hai ecos que os devolvan

SENTENCIAS IDIOTAS Rafa Becerra

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Rafa Becerra Rafa Becerra

A veces, paseando por las ciudades, suelo fijarme en esos alcorques o parterres que suelen dejar en las aceras para plantar árboles. Árboles que en el caso de existir suelen estar raquíticos o enfermos, polucionados de civilización y empachados de cemento. En alguna ciudad, al borde de esos alcorques, se observa a veces un pequeño azulejo con un nombre y una fecha de nacimiento. A algún concejal se le ocurriría la idea de aunar la natalidad municipal con la plantación de árboles. Hoy, todos los parterres están vacíos de todo, salvo de excrementos de perros papeles y colillas.

Imagino a esos padres haciendo suyo aquel dicho que decía que en la vida hay que hacer tres cosas: Plantar un árbol, tener un hijo, y escribir un libro.
Muchos, gracias a las facilidades municipales harían las dos primeras, y algunos se atreverían con la tercera.

Desde mi punto de vista, las tres experiencias son decepcionantes y duras.
El libro que he escrito, permanece encima de mi mesa, a la espera de que decida que hacer con él. Es el resultado de veinte años de escritura dispersa y errática, y contiene demasiados sentimientos para que no de pavor lanzarlo por el mundo. Sentir la desnudez del alma una vez que sea leído y juzgado por los demás. Y al mismo tiempo, no deja de provocar curiosidad el saber que aceptación tendría, un dilema en definitiva.

El siguiente asunto, el de la paternidad, tampoco ha sido un camino de rosas. Echando la vista atrás, sobre los diecisiete años que tiene mi hija, me encuentro que este recorrido temporal y vivencial ha tenido más de calvario que de experiencia satisfactoria. Mi pronta separación de su madre, el miedo a perder a mi hija, la presión social, las dificultades y desacuerdos educativos, la frustración de una separación forzosa con mi hija. Las desavenencias con ella según se fue haciendo mayor, las incertidumbres sobre su futuro.
Un calvario que está lejos de terminar, y donde te queda siempre la sensación de ser el perdedor.

Y la tercera parte, la de plantar un árbol, no ha ido mucho mejor. No es cuestión de abrir un agujero en el suelo, plantar el esqueje, regarlo y adiós. Es mucho más complejo, las posibilidades de que ese pequeño tronco llegue a ser un ejemplar adulto son muy pocas. Una vez leí que para que un árbol sea adulto, han de pasar sobre veinticinco años, entonces y solo entonces, se podrá hablar de absorción de anhídrido carbónico y expulsión de oxígeno. Sin entrar en aspectos tan técnicos, yo he plantado muchos árboles, y no he visto sobrevivir a ninguno. Mi última y frustrante comprobación me dejo clara la fragilidad de estos seres vivos, y las dificultades para crecer.
Hace años me fui a vivir al campo, rodeado de bosques y vacas. Tenía una finca donde abundaban los castaños, los robles, abedules y frutales, pero no había ningún acebo. Yo adoraba estos árboles, y empujado por una tonta codicia deseaba uno. Un día, en uno de los largos paseos que daba por la región, observe al borde de un camino un pequeño acebo cuya supervivencia estaba amenazada por la cercanía del camino. Las huellas de los tractores pasaban a pocos centímetros y seguro alguno de ellos no tardaría en aplastarlo. No lo dude, fui a casa y volví con una azada dispuesto a llevármelo.
El pequeño árbol no tuvo dificultades para crecer en casa, y pronto otros como él. Aunque algunos sufrieron la voracidad de unas ovejas que criaba por aquel entonces.
Un día tuvimos que dejar aquella casa, y allí quedaron los árboles. Tarde unos años en volver, cuando lo hice, los nuevos dueños habían talado y limpiado las lindes de la finca y talado algunos árboles, pero los acebos que yo había plantado seguían allí, hermosos y con sus dos buenos metros de altura. Estaban preciosos, y yo lleno de orgullo, pensaba que lo había conseguido, que ya nada impediría que aquellos ejemplares llegaran a adultos. Estaba equivocado.
Hace unas semanas volví a aquella maravillosa tierra, y pasé cerca de la casa. Los dos acebos estaban arrasados, triturados bajo las potentes mandíbulas de dos caballos. Un tronco pelado era lo que quedaba de ellos, después de diez años.
A veces me pregunto ¿Quiénes somos nosotros para inmiscuirnos  en el ciclo de la vida?
Creemos estar por encima de muchas cosas que ni siquiera entendemos.

Vuelvo a vivir en el campo, lejos de donde lo hacía antes, sigo plantando árboles, pero no espero nada. En el fondo hago como que los ignoro, por miedo a quererlos demasiado. Intento no meterme, dejarlos. Los árboles que ya había en la casa, ni siquiera los podo. Quiero entender que no me pertenecen, que seguro saben arreglárselas sin mi.

Ellos crecen… Yo también.